Era una noche fría y despejada de febrero, con media luna y el cielo cuajado de estrellas. A lo lejos, el copete de la mina Wryley se recortaba débilmente contra el cielo. Cerca estaba la propiedad de Joseph Holmes: casa, granero, dependencias anexas, sin que se viese una luz en ninguna de esta construcciones. Los seres humanos estaban durmiendo y los pájaros aún no habían despertado.
Pero el caballo estaba despierto cuando el hombre atravesó un boquete en el seto, en el extremo alejado del campo. Llevaba un morral en el brazo. En cuanto se percató de que el caballo había advertido su presencia, se detuvo y empezó a hablar en voz muy baja. Las palabras eran un galimatías; lo importanteera el tono, relajador e íntimo. Al cabo de unos minutos, el hombre comenzó a avanzar despacio. Cuando había dado unos pocos pasos, el caballo sacudió la cabeza y las crines formaron una breve mancha. Al ver ésto, el hombre volvió a pararse.
Continuó, sin embargo, farfullando disparates y mirando directamente hacia el caballo. En todo momento hizo su presencia evidente, caminando lo más erguido posible. El morral sobre el brazo era un detalle carente de importancia. Lo importante era la serena persistencia de la voz, la certidumbre del acercamiento, la mirada directa, la suavidad del dominio.
Tardó veinte minutos en cruzar el campo de este modo. Se encontraba ya a unos pocos metros de distancia, enfrente del caballo. No hizo todavía ningún movimiento súbito, siguió como antes, murmurando, mirando erguido, aguardando. Al final ocurrió lo que había estado esperando: el caballo, al principio a regañadientes, pero después inequívocamente, bajó la cabeza.
Ni siquiera entonces el hombre se acercó de repente. Dejó transcurrir uno o dos minutos y luego recorrió los últimos metros y colgó el morral suavemente del cuello del animal. El animal mantuvo la cabeza gacha mientras el hombre empezaba a acariciarla, murmurando sin cesar. Le acarició las crines, el lomo, la grupa; a veces sólo descansaba la mano sobre la piel caliente, asegurándose de que no se interrumpiera en ningún momento el contacto entre ambos.
Sin dejar de acaricier y murmurar, el hombre deslizó el morral fuera del cuello del caballo y se lo colgó del hombro. Sin dejar de acariciar y murmurar, rebuscó en el interior de la chaqueta. Sin dejar de acariciar y murmurar, con un brazo sobre la grupa del caballo, le pasó la mano por debajo de la panza.
El caballo apenas se sobresaltó; el hombre por fin detuvo su galimatías y en el nuevo silencio se encaminó a paso lento hacia el boquete en el seto.
Arthur & George, Julian Barnes
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