Los Anales de los cuatro maestros cuentan que Suibhne, rey de Kildare, gusta de las cosas de este mundo. Es un hombre simple. La felicidad simple y la simple alegría son para él. Es pesado y rugoso, con inservibles cabellos rubios sobre la cabeza como musgo sobre una piedra... y, de mente y alma, sin agudeza. Guerrea, come, ríe y, por lo demás, se parece al todo castaño de Cuailnge, que cubre cincuenta novillas por día. Fin Barr, el abada sigue de cerca a este monolito y se esfuerza en recordarle que el más allá contabiliza incluso el grosor de un cabello. El grosor de alma es peor. Fin Barr vivió nueve años en la punta de un promontorio y nueve años más sobre el lago, en Gougane Barra, con las gaviotas y las cornejas: no es más que espíritu y manos de cristal. Curiosamente, ama a Suibhne, porque Suibhne es como un toro o una roca que quizás tenga un alma. Y Suibhne ama a Fin Barr, quien le hace sentir, además de todos los goces de este mundo, el goce de tener un alma.
El hermano de Fin Barr es rey de Lismore. En el mes de mayo, Suibhne toma las armas contra este rey vecino. El pretexto importa poco: lo que quiere Suibhne es la copa en la que bebe el rey, sus bueyes gordos y sus mujeres. También quiere estirar las piernas, cabalgar en la primavera.
Mitologías de invierno, Pierre Michon
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