El apretón de manos y una pocas palabras de conversación bastan. Raramente dejo de recibir la impresión de una mujer al conocerla. Normalmente puedo decir no sólo su edad, los rasgos generales de su carácter y demás, sino también, la mayoría de las veces, su colorido, si es guapa o fea, y su tipo de belleza o fealdad. Porque incluso aquellos aspectos de una mujer que sólo se suponen perceptibles para la vista, tienen una curiosa manera de traducirse a otro medio.
No ocurre así con los hombres. Para empezar, un hombre raramente usa perfume y si lo hace, se deberá a la elección, probablemente inadecuada, de otra persona. Las actitudes hacia él no están tan particularizadas. Y todo lo referente a su presencia física es más convencional, menos auténtico, más determinado por el entorno social o el volumen de sus ingresos. Además, los sentidos que conservo no están tan agudamente interesados en los hombres.
Esta historia mía comienza en un coche saliendo de la estación de Gwavas y dirigiéndose, más allá de Pentreath y Trevillian, a la casa de la señora Nance de Rose Gwavas. Y empieza con perplejidad al no lograr establecer contacto con Sophie Madron, que era la sobrina de la señora Nance.
Así empieza La hoguera del mediodía, primera (y en su momento, escandalosa) novela del polifacético escritor Rayner Heppenstall. Obra protagonizada por un ciego masajista y que celebra el amor físico de tal forma que a menudo ha sido comparada con El amante de Lady Chatterley.
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